Tercer Domingo de Pascua – Ciclo A

Tercer Domingo de Pascua

Ya estamos en el Tercer Domingo de Pascua, y si aún estamos vivos en la tierra, tenemos mucho por aprender, disfrutar y agradecer. Nos hemos acostumbrado tanto a estar vivos que, aun siendo testigos de tantas muertes en el mundo entero, se nos olvida que la vida es un milagro y un regalo maravilloso de Dios, un don para vivirlo a plenitud a cada instante, con alegría, respeto y admiración. Ya hace más de un mes desde que la Organización Mundial de la Salud declaró al Nuevo Coronavirus como una Pandemia, aquel miércoles once de marzo, y hemos sido testigos de lo diferente que es ahora nuestro mundo a raíz del Covid-19, testigos que observan lo que pasa en todos lados y sufren por tanto dolor ajeno y todas las afectaciones que esta pandemia nos causa, principalmente cuando nosotros mismos o un ser querido padece esta enfermedad, o muere a causa de ella. Nunca nuestra generación ha perdido tanto, ha cambiado tanto, ha sido testigo de tantas muertes, sufrimiento y sacrificio a nivel planetario. A demás de ello, nunca nuestra generación ha visto de frente todas las llagas que la pandemia está desnudando y dejando al descubierto, porque existían desde mucho antes, y es inadmisible que en pleno siglo XXI aún estén presentes, llagas por las cuales sufría a nivel local sólo quienes las padecían, pero que ahora son tan evidentes que es imposible no verlas, y con dolor saber que están haciendo más cruel y pesadas las consecuencias del Covid-19.

¿Todo es oscuridad, enfermedad, muerte y dolor? Absolutamente no. El mismo Jesús resucitado que enseña sus heridas a Tomás (Jn 20, 27-28) es el mismo Jesús resucitado que llena de alegría a sus discípulos, a los mismos que por miedo estaban tras puertas cerradas, y les da la paz, y les infunde el Espíritu Santo (Jn 20, 19-23). Es el mismo Jesús resucitado que se une en el camino hacia Emaús a aquellos dos de sus discípulos, los cuales estaban decepcionados y tristes porque todas sus esperanzas en Él las vieron destrozadas por su muerte en una cruz, y por ello deciden mejor regresar derrotados de Jerusalén a su aldea de Emaús. Pero a pesar de la tristeza y el dolor que llevaban dentro, Jesús no sólo los acompaña en su camino sino que les explica las Escrituras, parte para ellos el pan al anochecer de aquel día, hace que lo descubran vivo nuevamente, los llena de fuerzas y transforma su tristeza en alegría, a tal punto que los cambia radicalmente y hace que se devuelvan a Jerusalén, lugar del cual prácticamente estaban huyendo, y se unan a los Once y les compartan todo lo que Él hizo en ellos (Lc 24, 13-35).  Es el mismo Jesús resucitado que ahora viene a nuestro encuentro donde sea que estemos, nos transforma y nos da fuerzas y alegría en medio de tanto dolor, incertidumbre y cambio, nos abre los ojos para que veamos nuestra vida y nuestro mundo con ojos totalmente nuevos, y nos da la valentía para construir un Nuevo Orden Mundial, el mismo que se origina en nuestras manos, nuestro espíritu, y tiene como ejemplo a Jesús, y como base el amor, la unidad, el respeto y la paz. Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz. Amén.

fr. Atanasio Flórez Molina, O.P.

Eucaristía, 26 de abril de 2020